cristales del autobús, empañados, se distinguían cabezas. En cuando el conductor apagó el motor,
algunos de esos viajeros se incorporaron. Uno de ellos, cubierto de marrón, se acarició el cabello
y con la misma mano cogió un libro. Se lo guardó en su mochila negra. A continuación, se la cargó
en la espalda y fue hacia la puerta, que justo entonces se abría. Bajó dos escalones y, ah, al fin se
encontraba bajo un cielo encapotado. Las seis de la tarde debían ser, por lo sucias que se veían las
nubes.
Echó a andar hacia la derecha. Caminaba cabizbajo, con una mano presionando la asa de la
mochila, como si fuera a romperse de no haberlo hecho.
«Echo de menos el verano de mi ciudad, sí.» pensó. «Ir por la calle se hace menos pesado entonces.
Disfruto viendo las caras de los extranjeros, o hasta hay alguna cara de aquí que, por su moreno
o lo aceitoso de su sudor, me llama la atención. Necesito ver alguien que me distraiga. Y es que,
durante tanto tiempo, lo único que me ha distraído han sido la lectura de libros y la lectura de
desconocidos.» Trató de inspirar por la nariz, pero le fue imposible. Tuvo que abrir la boca y
enseñar esos incisivos que parecían terrones de azúcar. «Si el lugar al que voy estuviera más lejos,
habría tomado el metro. Es la manera de descubrir tíos que me interesen. De ellos saco la materia
para mis fantasías. Me invento unas vidas que en ningún caso se corresponderían con las que en
realidad tienen. Bueno, o tal vez sí. No hay una gran diferencia entre el azar del destino y el azar de
mis suposiciones.»
La acera hizo una curva hacia una nueva avenida que cruzaba con la calle por la que había andado.
Se detuvo en seco y las personas que iban detrás suyo —casi en fila india— se bifurcaron en dos
riadas humanas. Una pasaba rozando su brazo derecho y otra muy cerca del izquierdo. Optó por
tomar la avenida. Siguió caminando al mismo ritmo que llevaba antes.
«Y, una vez más, voy hacia un lugar al que nadie me ha invitado. Leí en un cartel que hoy se
inauguraba una exposición en las Dalmau. Pero hasta esta misma tarde no tenía pensado ir. De poco
me serviría tener una agenda si todo lo que visito, todo lo que planeo y digo es tan espontáneo como
el resultado de la lotería.»
No tardó en toparse con Consell de Cent. Llegado a este punto, dudó entre seguir por esa calle o
dar la vuelta y olvidarse de eventos, citas en las que no se le citaba y citas que ni él pronunciaba ni
copiaba. Como golpeado por el viento, su hombro izquierdo apuntó hacia uno de sus costados. Él
reaccionó a aquel impulso frunciendo el ceño y clavando la palma de su otra mano en el hombro,
para tranquilizarlo. No dejaba de temblar. Los demás transeúntes no lo notaban; las hombreras de
su abrigo eran lo suficientemente gruesas como para ocultarlo. Sin embargo, el temblor se trasladó
a la mano, y el meñique crujió antes de empezar a tiritar. Se lo llevó al bolsillo y resolvió seguir en
dirección a la galería. A partir de entonces no caminó, sino que iba poniendo un pie delante del otro
mientras controlaba que ninguna otra parte de su cuerpo se revelara en su contra. Con este paso tan
torpe cruzó por delante de un aparador. Quedaba enmarcado entre dos columnas de piedra. La luz
cálida que salía de él le atrajo. Se trataba de la galería a la que se dirigía; por poco pasaba de largo.
Buscó la puerta con la mirada y corrió a empujar el pomo. Encima de esta quedaba la palabra D'Art,
del cartel que, entero, anunciaba: Galeria d'Art.
Cerró la puerta a sus espaldas. Las más de cincuenta voces que sonaban entre esas cuatro paredes se
concentraron en los lóbulos de sus orejas, y de allí rebotaron en sus tímpanos. Sonrió con falsedad,
aunque, como que nadie se había dado cuenta de que estaba allí, tampoco importaba.
Se colocó al lado de un chico que aparentaba unos treinta años. El no llevar bigote debía restarle
uno o dos. Aún así, si hubiéramos comparado nuestro protagonista con este, sus dieciséis habrían
caído a quince o hasta catorce, por lo delicado de sus rasgos.
Lo observaba con ojos llorosos. O estaba maravillado o estaba muerto de miedo, no había muchas
más razones por las que esas gotas aumentaran al borde de sus pestañas.
Ese chico se arrimó a su acompañante. Trajeada, de la misma edad seguramente, que apretaba un
paquete de cigarros, como si estuviera haciendo grandes esfuerzos por no ponerse a fumar allí
mismo. «¿Qué es...? ¿Qué es el arte contemporáneo?» le preguntó él. Delante de ellos tenían un
cuadro de Jacint Salvadó; cuadrados rojizos y otros azules, entre muchos de amarillos. Una ensalada
hecha de las figuras más simples, esa obra. Si había una forma de explicar a la gente el porqué de
todas las cosas, seguramente era parecida a eso. Que lo resumiera todo, que atacara temas humanos
con tanta decisión como lo haría un lobo al despedazar su presa. Con un dedo resiguió algunas de
las líneas de la pintura. Se cachondeó volviendo a repetir su pregunta. La chica, que empezaba a
molestarse, zanjó el asunto contestando: «No vamos a hablar de arte contemporáneo. No existe
ese 'arte contemporáneo'. Podemos hablar de agt contampogán, de conchemporeri arch, pero
no de 'arte contemporáneo'.» Su inglés tenía algo de francés y su francés algo de inglés. Cuando
hablaba se mezclaban las peculiaridades de los tres idiomas que había utilizado; Solo se corregía a
ella misma cuando, sin darse cuenta, se le escapaba el acento de sus orígenes. Lleida.
La comisaria de la exposición impuso su voz sobre las demás. Hasta ese momento había estado
conversando con dos alemanes. Vestían de luto, y, entre ellos, el dorado del vestido de la comisaria
recordaba al sol iluminando la noche más oscura. Ese mismo dorado se debía haber colado en su
copa de cava, más brillante que la de los invitados. Estas, a su vez, burbujeaban más que las copas
de los que, sin ser invitados, se habían presentado allí, y que habían cogido las suyas de una mesa
donde también servían vermú.
No callaron muchos, al oír la comisaria. Esta tuvo que golpear la moqueta verde con sus tacones.
Lo hizo un par de veces. Y esta vez sí, las voces fueron bajando de volumen. Pero no lo hicieron
porque ella pidiera silencio, algunos apenas la oían. Sino por las vibraciones del suelo. Dio dos
golpes más, con las puntas de sus zapatos y no con los tacones, y relajó una rodilla. Cogió su copa
con las dos manos y la puso delante de su vientre. Como se haría con una taza de té, vaya.
Sonrió y empezó a hablar. Introdujo al artista, comentó su obra, puso fechas de nacimiento y muerte
y trató de calcular cuántos años hacía de su fallecimiento. Al no conseguir con tanta facilidad como
había pensado el resultado de la operación, tuvo que pedir la ayuda del público. «Ah, gracias, es
que, como que falleció el siglo pasado, el paso del diecinueve al veinte me confundía. Perdonadme.
Sigo...» se disculpó. Esta segunda parte del discurso la hizo más ágil. Paseaba de un lado al otro de
la galería. Señalaba algunas de las pinturas expuestas y daba algunas claves para que el visitante
desconocedor del artista pudiera hacerse a la idea de qué era qué en esa fiesta de lo abstracto.
No tuvo más remedio que rozar el barniz de una de las pinturas cuando, tocando el marco de una
de las obras para verificar que era de la madera de la que estaba hablando, perdió el equilibrio y
su mano fue a parar al interior del lienzo. El público sostuvo la respiración. Pero ella encontró su
escapatoria de ese momento de tensión con un chiste. Todos rieron y olvidaron lo ocurrido.
Nuestro protagonista no se había movido ni un centímetro desde su llegada. La pareja a la que antes
se había acercado ya no se estaba allí; había ido dando vueltas por la sala hasta llegar al pie de una
escalera. Se habían sentado en ella, al igual que otros invitados. Las pocas sillas de la galería habían
sido ocupadas antes de que el evento empezara. De hecho, creo que eran de esas sillas que, por no
verse nunca vacías, da la sensación de que ya habían sido diseñadas con un culo encima.
Fijó la mirada en un punto desde el cual pudiera ver todos los allí reunidos. Y, a partir de este,
barrió con los ojos, de izquierda a derecha, todo el panorama Llegó a la escalera y hasta hizo el
esfuerzo de adivinar qué clase de personas serían las que había en el segundo piso. Por más rígido
que se pusiera, había algo de muy cómodo y natural en su forma de estar. Ya no fruncía el ceño,
ni le temblaba ninguna parte del cuerpo. De vez en cuando inclinaba la cabeza como si alguien le
estuviera reclamando, o como si escuchara a un interlocutor que, pese a no existir físicamente, se
comunicara con él.
La presentación terminó. «¿Qué esperabas, que durase dos horas?» bromeó alguien. «No, pero
pensaba que la comisaria entraría en más detalles... no sé.» respondió él. Lo hizo en el susurro más
ligero que nunca se haya pronunciado. No quería que nadie le viera hablando consigo mismo, pero
sí que se quería imaginar contestando a esa pregunta.
Se dirigió a la salida y desapareció. La marea de visitantes fue bajando por segundos, y no por
minutos. Algunos decían que se pasarían en los próximos días para ver la exposición con más
calma. Y los cristales del aparador ya no existían en la oscuridad de las siete PM.
['Exposición de J. S. en las D.' por Xavier Sirés | Tinteros]
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