13.4.15

"Exposición de J. S. en las D." por Xavier Sirés

La piel de las ruedas quedó pegada sobre una de las líneas blancas del asfalto. A través de los 

cristales del autobús, empañados, se distinguían cabezas. En cuando el conductor apagó el motor, 

algunos de esos viajeros se incorporaron. Uno de ellos, cubierto de marrón, se acarició el cabello 

y con la misma mano cogió un libro. Se lo guardó en su mochila negra. A continuación, se la cargó 

en la espalda y fue hacia la puerta, que justo entonces se abría. Bajó dos escalones y, ah, al fin se 

encontraba bajo un cielo encapotado. Las seis de la tarde debían ser, por lo sucias que se veían las 

nubes.

Echó a andar hacia la derecha. Caminaba cabizbajo, con una mano presionando la asa de la 

mochila, como si fuera a romperse de no haberlo hecho.

«Echo de menos el verano de mi ciudad, sí.» pensó. «Ir por la calle se hace menos pesado entonces. 

Disfruto viendo las caras de los extranjeros, o hasta hay alguna cara de aquí que, por su moreno 

o lo aceitoso de su sudor, me llama la atención. Necesito ver alguien que me distraiga. Y es que, 

durante tanto tiempo, lo único que me ha distraído han sido la lectura de libros y la lectura de 

desconocidos.» Trató de inspirar por la nariz, pero le fue imposible. Tuvo que abrir la boca y 

enseñar esos incisivos que parecían terrones de azúcar. «Si el lugar al que voy estuviera más lejos, 

habría tomado el metro. Es la manera de descubrir tíos que me interesen. De ellos saco la materia 

para mis fantasías. Me invento unas vidas que en ningún caso se corresponderían con las que en 

realidad tienen. Bueno, o tal vez sí. No hay una gran diferencia entre el azar del destino y el azar de 

mis suposiciones.»

La acera hizo una curva hacia una nueva avenida que cruzaba con la calle por la que había andado. 

Se detuvo en seco y las personas que iban detrás suyo —casi en fila india— se bifurcaron en dos 

riadas humanas. Una pasaba rozando su brazo derecho y otra muy cerca del izquierdo. Optó por 

tomar la avenida. Siguió caminando al mismo ritmo que llevaba antes.

«Y, una vez más, voy hacia un lugar al que nadie me ha invitado. Leí en un cartel que hoy se 

inauguraba una exposición en las Dalmau. Pero hasta esta misma tarde no tenía pensado ir. De poco 

me serviría tener una agenda si todo lo que visito, todo lo que planeo y digo es tan espontáneo como 

el resultado de la lotería.»

No tardó en toparse con Consell de Cent. Llegado a este punto, dudó entre seguir por esa calle o 

dar la vuelta y olvidarse de eventos, citas en las que no se le citaba y citas que ni él pronunciaba ni 

copiaba. Como golpeado por el viento, su hombro izquierdo apuntó hacia uno de sus costados. Él 

reaccionó a aquel impulso frunciendo el ceño y clavando la palma de su otra mano en el hombro, 

para tranquilizarlo. No dejaba de temblar. Los demás transeúntes no lo notaban; las hombreras de 

su abrigo eran lo suficientemente gruesas como para ocultarlo. Sin embargo, el temblor se trasladó 

a la mano, y el meñique crujió antes de empezar a tiritar. Se lo llevó al bolsillo y resolvió seguir en 

dirección a la galería. A partir de entonces no caminó, sino que iba poniendo un pie delante del otro 

mientras controlaba que ninguna otra parte de su cuerpo se revelara en su contra. Con este paso tan 

torpe cruzó por delante de un aparador. Quedaba enmarcado entre dos columnas de piedra. La luz 

cálida que salía de él le atrajo. Se trataba de la galería a la que se dirigía; por poco pasaba de largo.

Buscó la puerta con la mirada y corrió a empujar el pomo. Encima de esta quedaba la palabra D'Art, 

del cartel que, entero, anunciaba: Galeria d'Art.

Cerró la puerta a sus espaldas. Las más de cincuenta voces que sonaban entre esas cuatro paredes se 

concentraron en los lóbulos de sus orejas, y de allí rebotaron en sus tímpanos. Sonrió con falsedad, 

aunque, como que nadie se había dado cuenta de que estaba allí, tampoco importaba.

Se colocó al lado de un chico que aparentaba unos treinta años. El no llevar bigote debía restarle 

uno o dos. Aún así, si hubiéramos comparado nuestro protagonista con este, sus dieciséis habrían 

caído a quince o hasta catorce, por lo delicado de sus rasgos.

Lo observaba con ojos llorosos. O estaba maravillado o estaba muerto de miedo, no había muchas 

más razones por las que esas gotas aumentaran al borde de sus pestañas.

Ese chico se arrimó a su acompañante. Trajeada, de la misma edad seguramente, que apretaba un 

paquete de cigarros, como si estuviera haciendo grandes esfuerzos por no ponerse a fumar allí 

mismo. «¿Qué es...? ¿Qué es el arte contemporáneo?» le preguntó él. Delante de ellos tenían un 

cuadro de Jacint Salvadó; cuadrados rojizos y otros azules, entre muchos de amarillos. Una ensalada 

hecha de las figuras más simples, esa obra. Si había una forma de explicar a la gente el porqué de 

todas las cosas, seguramente era parecida a eso. Que lo resumiera todo, que atacara temas humanos 

con tanta decisión como lo haría un lobo al despedazar su presa. Con un dedo resiguió algunas de 

las líneas de la pintura. Se cachondeó volviendo a repetir su pregunta. La chica, que empezaba a 

molestarse, zanjó el asunto contestando: «No vamos a hablar de arte contemporáneo. No existe 

ese 'arte contemporáneo'. Podemos hablar de agt contampogán, de conchemporeri arch, pero 

no de 'arte contemporáneo'.» Su inglés tenía algo de francés y su francés algo de inglés. Cuando 

hablaba se mezclaban las peculiaridades de los tres idiomas que había utilizado; Solo se corregía a 

ella misma cuando, sin darse cuenta, se le escapaba el acento de sus orígenes. Lleida.

La comisaria de la exposición impuso su voz sobre las demás. Hasta ese momento había estado 

conversando con dos alemanes. Vestían de luto, y, entre ellos, el dorado del vestido de la comisaria 

recordaba al sol iluminando la noche más oscura. Ese mismo dorado se debía haber colado en su 

copa de cava, más brillante que la de los invitados. Estas, a su vez, burbujeaban más que las copas 

de los que, sin ser invitados, se habían presentado allí, y que habían cogido las suyas de una mesa 

donde también servían vermú.

No callaron muchos, al oír la comisaria. Esta tuvo que golpear la moqueta verde con sus tacones. 

Lo hizo un par de veces. Y esta vez sí, las voces fueron bajando de volumen. Pero no lo hicieron 

porque ella pidiera silencio, algunos apenas la oían. Sino por las vibraciones del suelo. Dio dos 

golpes más, con las puntas de sus zapatos y no con los tacones, y relajó una rodilla. Cogió su copa 

con las dos manos y la puso delante de su vientre. Como se haría con una taza de té, vaya.

Sonrió y empezó a hablar. Introdujo al artista, comentó su obra, puso fechas de nacimiento y muerte 

y trató de calcular cuántos años hacía de su fallecimiento. Al no conseguir con tanta facilidad como 

había pensado el resultado de la operación, tuvo que pedir la ayuda del público. «Ah, gracias, es 

que, como que falleció el siglo pasado, el paso del diecinueve al veinte me confundía. Perdonadme. 

Sigo...» se disculpó. Esta segunda parte del discurso la hizo más ágil. Paseaba de un lado al otro de 

la galería. Señalaba algunas de las pinturas expuestas y daba algunas claves para que el visitante 

desconocedor del artista pudiera hacerse a la idea de qué era qué en esa fiesta de lo abstracto.

No tuvo más remedio que rozar el barniz de una de las pinturas cuando, tocando el marco de una 

de las obras para verificar que era de la madera de la que estaba hablando, perdió el equilibrio y 

su mano fue a parar al interior del lienzo. El público sostuvo la respiración. Pero ella encontró su 

escapatoria de ese momento de tensión con un chiste. Todos rieron y olvidaron lo ocurrido.

Nuestro protagonista no se había movido ni un centímetro desde su llegada. La pareja a la que antes 

se había acercado ya no se estaba allí; había ido dando vueltas por la sala hasta llegar al pie de una 

escalera. Se habían sentado en ella, al igual que otros invitados. Las pocas sillas de la galería habían 

sido ocupadas antes de que el evento empezara. De hecho, creo que eran de esas sillas que, por no 

verse nunca vacías, da la sensación de que ya habían sido diseñadas con un culo encima.

Fijó la mirada en un punto desde el cual pudiera ver todos los allí reunidos. Y, a partir de este, 

barrió con los ojos, de izquierda a derecha, todo el panorama Llegó a la escalera y hasta hizo el 

esfuerzo de adivinar qué clase de personas serían las que había en el segundo piso. Por más rígido 

que se pusiera, había algo de muy cómodo y natural en su forma de estar. Ya no fruncía el ceño, 

ni le temblaba ninguna parte del cuerpo. De vez en cuando inclinaba la cabeza como si alguien le 

estuviera reclamando, o como si escuchara a un interlocutor que, pese a no existir físicamente, se 

comunicara con él.

La presentación terminó. «¿Qué esperabas, que durase dos horas?» bromeó alguien. «No, pero 

pensaba que la comisaria entraría en más detalles... no sé.» respondió él. Lo hizo en el susurro más 

ligero que nunca se haya pronunciado. No quería que nadie le viera hablando consigo mismo, pero 

sí que se quería imaginar contestando a esa pregunta.

Se dirigió a la salida y desapareció. La marea de visitantes fue bajando por segundos, y no por 

minutos. Algunos decían que se pasarían en los próximos días para ver la exposición con más 

calma. Y los cristales del aparador ya no existían en la oscuridad de las siete PM.


['Exposición de J. S. en las D.' por Xavier Sirés | Tinteros]

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