El quejumbroso llanto de la trompeta hacía suponer que los labios del anónimo trompetista marcaban el trémulo rictus de un alma rota por el desconsuelo; pero ni un pequeño desafino rompió su melodía, un conocido jazz cuyos compases repetía una y otra vez mientras la salobre bruma del puerto iba encurtiendo la luz de las farolas con un halo de suave melancolía que parecía hermanarse con sus tristes notas. Sacó un último cigarrillo y lo prendió entre los labios disponiéndose a disfrutar durante unos pocos segundos más de aquella quebrada voz del metal; mientras, apresurada por la rápida sucesión de unos rancios fotogramas en blanco y negro, se proyectaron en su mente los inflados mofletes de un maduro Louis Armstrong tomado de las casi ya olvidadas cintas de su particular salón de las vivencias.
Aquellas notas le hablaban del desencanto de una vida desechada, de las iras destempladas, de crímenes sin causa ni perdón posible, del esperpento de su personal tragicomedia, todos esos demonios por los que se había dejado llevar haciéndole despreciar la belleza del amor, el candor de la mirada de un niño, un beso, una caricia, la ternura de la propia vida y de cuántas cosas más… Un torbellino de sentimientos encontrados se mezclaron con aquella melodía inundando su duro corazón y, tras dejarse caer sin otra voluntad que la del necesitado de tantas y tantas redenciones, mientras su cuerpo apuntaba sin retorno absorbiéndose hasta el círculo concéntrico que intuía en el fondo de las negras aguas, dejó de oír al anónimo trompetista, quizás cansados sus heridos labios, quizás estupefacto, quizás callado por respeto al arrancarse entre la densa niebla del muelle los rasgos de una guitarra acústica donde el vibrar de su bordón daba paso a la lejana voz de un Johnny Cash vestido en luto para festejar su despedida con un último y definitivo “Folsom Prison Blues”.
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